domingo, 1 de septiembre de 2013

La Odisea LAGONfidential (el karma castiga las mentiras)

La vuelta de LAGONfidential al gran estado de California no ha sido la más fácil. Hasta la fecha, nunca había tenido ningún problema con los aviones. El karma ha decidido castigarme por haber pasado demasiado buen verano seguramente o por un pequeño giro del destino.

Tras ir de empalmada a la gran T4 con mis amables progenitores, cogí mi primer vuelo con destino a Heathrow, el aeropuerto bueno de Londres. Toda la Odisea comenzó cuando mentí, nada más montarme en el avión. La amable azafata me preguntó si me podía cambiar mi preciado sitio de ventana (que con gran alegría había seleccionado el último desde el autocheckin de Iberia) para sentarme en un bonito pasillo y así poder juntar a una pobre familia que habría llegado tarde al aeropuerto y me deseaban fastidiar la existencia durante las dos horas largas del trayecto. Sin embargo, mi condición de alavés, falso y cortés, hizo que saliera de mí un incivismo mentiroso. Le dije a la azafata que necesitaba ventana, que si no me iba a marear. (como si pudiera abrirla para tomar el fresco).

Una mentira cruel, todo por ver unas vistas aéreas de un par de ciudades y poder apoyarme en la pared, desencadenó el resto de trágicas consecuencias.

Primero el comandante de la aerolínea española informó que los amables gabachos saboteaban su espacio aéreo (o algún tecnicismo similar) para que tardáramos 10 minutos más de la cuenta. Luego, que si los Londinenses no nos dejaban aterrizar.

Con la tontería el vuelo llegó tarde. No sé exactamente cuánto. Pero con tiempo de sobra para volar hasta EEUU. Londres tiene un aeródromo principal bastante gigantesco. El bus entre terminales tardó más de 20 minutos y sin salir de zonas de seguridad.

Con algo más de una hora de margen fui al mostrador de Virgin para que me dieran mi tarjeta de embarque, pues mi maleta azul (una reliquia con ruedas que lleva conmigo más de una década) ya había sido facturada con rumbo a LAX (el aeropuerto angelino) desde Madrid.

Pues no. Me preguntaron que porqué no había ido antes. Les respondí que porque no me dejaban de volar del avión en marcha (o alguna contestación similar menos borde y con menos gracia). La azafata me ofreció irme a NY, una gran ciudad, pero que tiene un pequeño fallo. Se encuentra en el océano opuesto a Los Ángeles, que se supone que da nombre a esta bitácora. Me dijeron que al día siguiente había otro vuelo a mi destino, al cual acabaría yendo varias horas después.

Con el wifi londinense escribí desesperado quejándome de mi situación. Me trasladé a la otra lejana terminal comiendo un rico bocadillo de jamón preparado en la península ibérica y me fui a British-Iberia a pedir un hotel. Me lo dieron. Y un kit de supervivencia con cosas de aseo y una camiseta blanca de mi talla.

En la espera del bus hacia mi hotel, contacté con un amigo vitoriano que habita en la ciudad. Tenía que haber ido directamente con él, pero las necesidades biológicas y la sensación de haber malgastado el tiempo por el hotel, me hicieron ir hacia el establecimiento.

Allí me pegué una de las mejores duchas de mi vida. En el hotel más cutre que he visitado en años (casi, hubo otro peor en EEUU con quemaduras en las sábanas) con wifi por dos libras cada media hora. En realidad me apetecía un montón ir a verle y dar un voltio por ahí así que volví al aeropuerto y cogí un tren hacia el centro y después un metro (ojo de la cara ambos). Llegué a Notting Hill, donde me esperaban dos vitorianos con sus colegas bebiendo en la calle de buen rollo.

Había más españoles que en la puerta del sol en Nochevieja. Buen rollo, mucha gente beoda, muchas guiris con aspecto de facilonas y sonrosadas (había olvidado el horterismo inglés y su golfismo).

Resulta que justo llegué durante los carnavales del barrio, los que salen en la ‘adorable’ película de Julia Roberts y Hugh Grant. Ambientazo.

La estampa era surrealista. Yo con mi mochilita de mano tomando una lata en Londres mientras la cabeza estaba sobrevolando Michigan. Conocí a un costamarfileño absolutamente crack que se había impregnado de chocolate (y se le distinguía en la piel) en una de las carrozas, que nos llevó a su residencia que compartía con un marroquí.

De ahí y todavía con la mente en las nubes, cogimos un mítico bus rojo de dos pisos para ir a la casa vitoriana en frente del estado del Chelsea. Cenamos y dormí en una colchoneta. Como Dios. El moreno también se quedó dormido. Le hubiera ofrecido colchoneta, pero ya iba por la quinta fase Rem.

Por la mañana, volví al aeropuerto, cogí el vuelo. Comí pollo korma a miles de metros sobre el suelo (una pincelada de color indio a esta anécdota) y aterricé en el caluroso sur de California sobre las 4 de la tarde.

Pasé la aduana sin problemas y justo al esperar la maleta delante de las cintas, oí por megafonía que me llamaban para ir a un sitio. Se puede mejorar mucho el inglés fuera de casa, pero entender lo que dicen por megafonía no lo hago yo ni en Foronda en las dos lenguas oficiales.

Mi maleta no había viajado conmigo. Durmió por la noche en Londres y cuando les dije que la llevaran en mi avión no llegó. Me la iban a mandar por la noche a casa. A las 11 de la noche llamé a la compañía y no la tenían localizada. No dormí muy bien metiéndome cada poco rato a ver si se localizaba. Pero por la tarde un empleado de reparto me dijo que me la llevaba a casa. Sin embargo yo no estaba, ni mis vecinos de confianza. Así que le dije al hombre que me la metiera en la terraza, que vivo en un bajo y no se ve desde fuera.

Me llamó para confirmarme que la entrega había sido perfecta.

Sobre las once y pico de la noche, llegué a casa después de haber tenido algo de vida social con estimados expatridos con los que suelo quedar en la ciudad. La terraza estaba vacía. Vuelco al corazón y al bazo. Y el estómago no porque acababa de cenar. Miro por todo el edificio, le escribo a mi vecino por si había visto algo y me sugiere que mire en la terraza del edificio de enfrente. Subirse era complicado. Saco una foto. Nada. Otra, tampoco. Voy copando todos los ángulos… Y zas! Maleta enfrente de casa. Tuve que hacer malabares para sacarla a pulso con una valla de dos metros y pico. Espectacular. Alivio. Respiración. Fin de la Odisea.

Conclusión: niños, nunca mintáis. Que el karma os puede castigar. No lo recomiendo. Y el karma tiene cosas raras. Incluso a veces la “Karma” se puede ir a dar clase a una universidad americana. Las vueltas que da la vida. Como al pobre Ulises, de Odisea por Grecia.

Hasta la siguiente Odisea!!

London, camiseta British Airways Pret-a-Porter

1 comentario:

  1. Maravilloso! jajaja, vaya odisea, nunca lo hubiera descrito mejor! Lo bueno es que supiste aprovechar el tiempo. Abrazos!

    ResponderEliminar